Probablemente también ha tenido que superar prejuicios de otros, familiares y amigos, motivados por las mejores intenciones, sin reparar en que muchas veces las mejores intenciones conducen a un infierno personal, y revestidos con los ropajes de una pretendida sabiduría popular: "que cada palo soporte su vela". ¿Y cuándo uno no puede soportarla?, ¿o sólo puede hacerlo a costa de una oprimente sensación de infelicidad?
Y si se decide a expresar su malestar al médico de familia, lo más probable es que éste, abrumado por una administración que le exige que también se ocupe de los trastornos psicológicos leves y, a la vez, le otorga 5 minutos de atención por paciente (tiempo a todas vistas insuficiente para una simple revisión, ya no digamos para estimular a que el paciente exprese su malestar) lo despacha con unas pastillas.
Si logra superar estos sucesivos obstáculos, es probable que acabe en la ya de por sí sobresaturada consulta de un psiquiatra (señal de que el malestar se extiende en nuestra sociedad). Se siente mal y espera del psiquiatra un remedio para su mal.
El Psiquiatra
El psiquiatra es un médico y, excepto que haya adquirido otra formación psicoterapéutica, que no se imparte en su carrera, tenderá a ver el malestar psíquico como cualquier otro de los trastornos de los que se ocupa la medicina: un conjunto de síntomas de causa presumiblemente orgánica que requieren un diagnóstico y una medicación.
Para realizar el diagnóstico comparará los síntomas que percibe con las categorías diagnósticas provistas por los manuales buscando la que mejor se aproxime. Esto nos obliga a hacer un alto: los manuales diagnósticos CIE (de la Organización Mundial de la Salud) y DSM (de la Asociación de Psiquiatras Americanos, es decir: norte americanos) fueron creados con la finalidad de homologar criterios diagnósticos con fines estadísticos. En su curioso devenir han terminado por transformarse en recetas diagnósticas de forzosa aplicación. Sus fórmulas han sido ampliamente difundidas, y no sólo en medios profesionales.
Hoy en día es habitual que los pacientes no consulten por su malestar, sino que demanden por un tratamiento para un diagnóstico que ya ha sido previamente formulado por un docente, un amigo o ellos mismos, recurriendo a las descripciones abundantes en Internet. No es que esté mal que estén informados, es que están informados ¿de qué?
Buscan el mejor tratamiento para un diagnóstico, no para sí mismos, personas individuales e irrepetibles. Renuncian a su existencia personal subsumiéndola a un cuadro diagnóstico construido artificialmente con fines estadísticos.
No deja de sorprendernos la facilidad creciente con que muchos seres humanos abdican de ser personas para reducirse a sí mismos: soy un Trastorno de Personalidad, soy un Trastorno del Humor, o incluso una sigla: soy un TOC, un TLP, un TDAH.
El psiquiatra, armado con su saber médico, indaga en los síntomas que expone el paciente, realiza ciertas preguntas protocolizadas para profundizar en su indagación, compara los resultados obtenidos con los síndromes descriptos en los manuales, y establece su juicio: se trata de un TOC, un TLP, un TDAH.
Y, en virtud del diagnóstico así establecido y su propia experiencia, indica la medicación que cree más adecuada.
Hace así su trabajo, lo que se espera de él, y nadie le demanda otra cosa. Los decires del paciente que no aportan información útil, es decir, que caen fuera del protocolo previsto, son eliminados porque no aportan nada a su saber.
En muchas ocasiones la medicación prescripta (o las correcciones sucesivas que se realizan) atenúan los síntomas. En muchas ocasiones, pero no en todas.
Muchos pacientes se prestan a este juego que los libra de toda responsabilidad individual, de la muchas veces atormentadora sensación de ser un sujeto individual sufriente, y los reduce a ser una enfermedad que los trastorna desde fuera. Pero no siempre. En muchas otras ocasiones el sujeto no se conforma: la medicación no le resulta eficaz, o no tanto como esperaba, insiste en hablar de un malestar no protocolizable, su angustia no cede.
Esto no puede sorprendernos: hay medicaciones muy buenas, muy eficaces, pero no dejan de ser píldoras con efectos limitados, no pociones mágicas. Puede entonces que el psiquiatra, enfrentado a una demanda insistente que excede sus saberes, opte por la derivación a un psicólogo (esto en el caso de que el centro o clínica disponga de suficientes psicólogos, sabida es su escasez en la Seguridad Social, por lo que suelen limitarse a los casos más graves). Puede también que sea el mismo paciente quien recurra a un psicólogo, porque ¿quién puede establecer la gravedad del sufrimiento o el grado de insatisfacción de los casos menos graves?
En otros casos, el paciente mismo dirige de entrada su demanda a un psicólogo, ya sea por el prejuicio que asocia psiquiatría con enfermedad mental grave o porque no va en busca de una píldora que alivie su malestar sino de una persona que lo escuche, oriente y aconseje, desde un saber profesional.
El Psicólogo
Psicólogo o psicóloga sólo indica que el profesional en cuestión se haya en posesión del título de Licenciado en Psicología que otorgan las universidades, pero nada nos dice sobre las corrientes, escuelas, concepciones psicológicas y orientaciones psicoterapéuticas que ese profesional ha elegido, y que son muy numerosas.
Lo más probable es que su orientación sea conductista, cognitivista o cognitivo – conductual, dado que éstas son las corrientes dominantes en nuestras facultades, con exclusión de casi toda otra alternativa.
Si el psicólogo que el azar le ha deparado es de orientación predominantemente conductista (o comportamentalista, según una denominación más reciente) intentará, con los recursos que le son propios, modificar las conductas o comportamientos que considera perjudiciales mediante el reforzamiento positivo o negativo de los estímulos (para que se entienda: premios y castigos) y otras técnicas afines.
Si el psicólogo es predominantemente cognitivo o cognitivista, intentará corregir los conocimientos erróneos del paciente, remplazarlos por otros más adecuados y reestablecer canales eficaces de comunicación.
En cualquiera de los dos casos (lo más probable es que se presenten combinados en lo que ha dado en llamarse psicoterapia cognitivo – conductual o cognitivo – comportamentalista) partirá del diagnóstico realizado por el psiquiatra o realizará un diagnóstico fundado en los mismos manuales. Y aplicará una terapia adecuada al diagnóstico, con un protocolo, frecuencia y duración predeterminadas. El psicólogo no prescribe fármacos (no está capacitado para hacerlo), prescribe cogniciones y conductas.
¿Es necesario aclarar que el protocolo ha sido elaborado en función del diagnóstico, que se supone adecuado al diagnóstico, e igualmente eficaz para todas las personas que comparten ese diagnóstico, independientemente de sus diferencias individuales?
En resumen: psiquiatras y psicólogos, en su mayoría (forzosamente existen muchas excepciones, como en toda generalización), administran una terapia farmacológica o psicoterapéutica a un diagnóstico, no a una persona. No deja de ser llamativo que en una época que se pretende individualista, las diferencias individuales se consideren secundarias, lo predominante es la norma. Se parte del supuesto de que podemos agrupar a todas las personas en función de la similitud de sus síntomas, y que todas ellas responderán en forma más o menos homogénea a un mismo tratamiento.
La misma personalidad del paciente es fragmentada, para su mejor comprensión y cuantificación, en diversas funciones: inteligencia, memoria, emotividad…, como si estas funciones fueran independientes unas de otras. La persona se disuelve así en funciones alteradas y conservadas, partes sanas y enfermas.
Puede que el paciente se vea confortado por la atención que recibe, puede que le resulten útiles los consejos recibidos, las nuevas ideas y pautas de conducta. Pero puede que no. Que no le resulte suficiente, o que se resista a seguir estos buenos consejos, a incorporar pensamientos y conductas que no le son propios sino sugeridos por otro, conformes a otro. Puede que no esté satisfecho con el tratamiento o que de entrada haya buscado otra alternativa a las que el sistema de seguridad social le ofrece.
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